Una rana dio un salto y cayó en un charco tibio entre las piedras. Estaba cansada y solo quería flotar un rato.
Esto es justo lo que necesitaba pensó. Se acomodó, cerró los ojos… y empezó a disfrutar.
Pasaron unos minutos. El agua empezó a calentarse. Abrió un ojo. ¿Está más caliente…? No… debe ser mi imaginación.
Se estiró, se relajó… pero el calor no paraba. Le ardían las patas. Quiso salir, pero dudó. Tal vez baja… quizás aguanto un poco más.
Lo que no sabía es que una corriente termal llegaba al charco. Cada minuto, el agua subía un grado. Y no iba a detenerse.
Cuando por fin quiso saltar, ya no pudo. No tenía fuerzas. Su cuerpo estaba agotado. Murió.
No por el calor… sino por quedarse demasiado tiempo en un lugar que la estaba destruyendo.
Hoy muchas personas viven lo mismo. Se quedan donde ya no hay vida. Relaciones que duelen.
Trabajos que los marchitan. Ambientes que los apagan.
No porque no puedan salir… sino porque se acostumbraron al “calor” que lentamente los destruye.
Aprendieron a llamarle normal al desgaste. A justificar el cansancio, la tristeza, la falta de amor.
A decir “estoy bien” cuando por dentro se están apagando.
No esperes a no tener fuerzas. No normalices lo que te duele solo porque no te duele “tanto”.
El agua se calienta en silencio. Y cuando hierva… ya no vas a poder salir.
Y sí, el conflicto que hoy evitas por miedo…
mañana puede ser lo que te destruya por completo.